Saliendo de las cenizas

DSC00137Algún día en 2014…

Un día Montaña, mi hija, me preguntó: -“Mami, yo sé que nunca esperamos que algo malo nos pase, pero creo que hay algo que debemos definir: ¿Dónde pondríamos nuestros restos si algo nos pasa algún día? Yo quiero volver a donde mi ombliguito fue enterrado, como dice mi abuela; yo quiero volver a mi tierra, donde nací y están mis abuelos, donde están mis raíces, y seguro donde mi abuela estará el día de mañana. Ahí es donde pertenezco y donde quiero volver“. Enseguida me preguntó: -“Y tú, mami, ¿dónde quieres estar?” Yo no supe que responder.

Su pregunta me hizo pensar que como yo vivo en una tierra en la que no nací, regresar a aquel lugar en las montañas dónde quedaron los restos de mis padres y abuelos sería muy complicado. Comencé a ser una viajera desde que tenía nueve años. Siempre he sentido una profunda nostalgia por aquella casa de paja, por el olor de la tierra recién mojada, los ladridos de los perros que se perdían entre las montañas, por esa tierra dónde vi el sol por primera vez. Así como yo, otras niñas de mi tierra, tuvieron que abandonar sus comunidades de origen por las condiciones de extrema pobreza, buscando mejores oportunidades, o por otros factores en el mundo rural que son difíciles de describir.

Mi nombre no importa, podría ser María, Esperanza o el de cualquier otra mujer que ha vivido experiencias similares. Mis hermanos y yo nacimos en un tiempo en que no se hacían actas de nacimiento, y muchos años después supimos que existían y debíamos tener una para ser reconocidos. Yo soy la más pequeña de 13 hijos. Como dicen mis hermanos entre broma: a la que ya no esperaban, pero llegó. Algunos de mis hermanos sólo los conocía de nombre, pues muchos habían migrado a México en los 40’s en busca otra vida; otros habían fallecido.

En 1972, al cumplir los 8 años, migré de mi pueblo con la promesa de llegar a la Ciudad de México, a hallar una vida de sueños, una esperanza para un mundo diferente; no sé si esto en realidad es lo que me motivó o porque en el fondo tenía el deseo de conocer ese mundo extraño y de fantasía del que hablaban mis hermanos vuelta a casa. Me dolió dejar a mis padres, ya que a pesar de la pobreza yo era feliz, corriendo libremente por el campo y sintiendo cómo el viento jugaba con mis cabellos. Descalza, hambrienta, y con mi vestido lleno de agujeros, con español limitado, me aventuré a conocer México.

Partí con una de mis hermanas. Empecé a trabajar, como ella, de empleada doméstica. Frecuentaba a mi hermana en su trabajo y salíamos los domingos a visitar a mis otros hermanos y familiares. Pero esta compañía no duró mucho, pues ella se regresó al pueblo. Me quedé sola. Es así como me vi en necesidad de valerme por mi misma y apoyar económicamente a mis papás con lo poco que ganaba. Así estuve tres años. A pesar de todo no dejaba de soñar que algún día “sería alguien más”, pues no me hacía a la idea de ser trabajadora doméstica toda la vida. No sabía cómo lo lograría, pero era mi sueño, hasta que un día me pasó algo terrible. En una de tantas casas que trabajé me agarró una enfermedad llamada Viruela Loca y mi patrona me corrió, acusándome de robar unos aretes. Dijo que si no me iba me echaría a la policía. Me marche estando en muy mal estado con uno de mis hermanos.

Después de esa mala experiencia, me atreví a decirle a mi hermano que yo quería estudiar, y me dijo: -“Ya lo pensaste bien, pues ¿quién te va mantener? Yo le dije: -“Trabajaré de día y de noche estudiaré.” Así comencé a ir a clases en una escuela nocturna de 19 a 21 hrs. Tuve que buscar un trabajo en una casa dónde me permitieran ir a la escuela. En estos años llevé una vida solitaria. Dormía en un cuarto en la azotea, y recordaba a mis papás y hermanos, con la esperanza de volver. Mi vida era modesta, pues estando en la escuela colaboraba con los gastos de la casa. Uno de mis hermanos y yo compartíamos las playeras que me regalaban, pero no por esto dejaba de soñar en ser médico o arquitecto algún día. Pasaron los años, terminé la primaria, y luego quise entrar a la secundaria, pero mis patrones dijeron que ya no era posible, que me robaría más tiempo y desatendería las labores de casa. Viendo el riesgo de la ciudad de andar a altas horas de la noche, mis hermanos decidieron que regresara a la Sierra en Oaxaca a estudiar la secundaria.

Mi sueño ahora era ser auxiliar-médico del CONALEP, y con el tiempo quería especializarme. Desafortunadamente la muerte de mi padre en 1981 afectó mi vida. Con su ausencia sentí que el mundo se me venía encima, sin él mi vida no tenía sentido. Terminé la secundaria ese año, y me aventuré a un examen para obtener una plaza como Promotora en Educación Indígena. Pasé el examen y en mi trabajo debía enseñar a los niños a hablar español, escribir y leer. Así comenzó mi vida como maestra en Educación Preescolar, y cambió el rumbo de mis sueños.

Por estos tiempos conocí al padre de mis hijas, que es de la comunidad dónde hice la secundaria. Profesionalmente hice varias cosas como estudiar la carrera de Profesora de Educación Primaria, en 1992 comencé la universidad en la ciudad de México siendo ya madre de dos lindas niñas (una de 9 años y una de 5).  Después hice una licenciatura más en educación telesecundaria. Fue complicado ser madre, esposa y estudiante, pero me dejó muchos aprendizajes y creo que me permitió sembrar algunas semillitas en mis queridas hijas.

No puedo negar que logré varias cosas profesionalmente, pero mi vida de matrimonio no fue fácil. Quisiera volver el tiempo para no repetir errores. Haberme casado a los 17 y dejar mi lugar de origen me llevó a sentirme sola, sin tener apoyo, una familia cercana, una comunidad que estuviera a mi lado. Mi vida en mi querido pueblo natal, fue pobre, y quizá no veía esperanza ahí, pero fue dichosa a lado de mis padres. La ciudad de México me aterrorizaba al ver tantas cosas nuevas y la inmensidad de los edificios; era un monstruo en el que me sentía tan pequeña, con gran añoranza por mi tierra y mis padres. Aun así, todo esto no lo puedo comparar con la vida de casada, llena de alcoholismo y violencia intrafamiliar. Me aferré a tener y a ofrecer una familia a mis hijas, la familia que perdí al migrar y al fallecer mi padre, la familia que nos enseñan a mantener a costa de todo dentro de algunas sociedades. No me enorgullece decir que mis malas decisiones afectaron a mis hijas y las hicieron huir de casa. Inicialmente las dos se fueron a los catorce años para estudiar la preparatoria, pero también para dejar este mundo caótico. Esto lo entendí muchos años después cuando ellas ya no estaban conmigo y hacían lo posible por ser independientes y no volver a casa. Estar lejos de casa implicaba no estar al pendiente de si papá estaba alcoholizado o no, si debíamos correr para evitar ser lastimadas. Buscar un refugio o apoyo lejos de tu familia en un lugar que no es tu hogar es de las cosas más complicadas, te sientes completamente sola y romper el ciclo es difícil. Lo triste es que es algo normal en muchos lugares del mundo, como nuestra historia muchas más se ven y pocos dicen o hace algo, se normaliza. La mujer que mi esposo presumía que era independiente ante los demás porque “era estudiada”, también era sumisa, no podía decidir, y ante todo debía tener su aprobación. Mis hijas siempre criticaron eso, y me reclamaban que por qué él podía decidir tanto en nuestras vidas.

Hacia los 2000´s nació mi pequeña Xëë y es con quien vivo ahora, y a quién creo que puedo ofrecerle algo mejor. Muchos años más tarde me aventuré a mudarme, a dejar el pueblo de mi esposo, para comenzar una vida con Xëë y “construir” una relación con mis otras dos hijas que ya se habían ido de casa. Afortunadamente no fue tarde, si difícil porque hay heridas que tardan en sanar, pero es necesario enfrentar los fantasmas del pasado para moverse hacia el futuro. Hoy día mi vida está en la ciudad de Oaxaca. Aunque mis hijas mayores no le llaman tierra, es un lugar de paz y tranquilidad para todas. Mis hijas mayores han hecho algo bueno de su vida: una es médico y la otra es ingeniera, las dos son unas mujeres fuertes de las que me siento orgullosa. Nos ha tomado tiempo sanar las heridas, conocernos y reconstruir mi familia. Al aferrarme a un “hogar” no me di cuenta que la historia se estaba repitiendo: mis hijas buscaron solas su camino y sueños lejos de casa. Huyeron, pero huyeron sabiamente.

Así como mi historia, hay otras más. Muchas mujeres, como yo lo viví, sienten culpa, tienen baja autoestima, vergüenza, miedo y creen que no hay esperanza para cambiar nuestras realidades. Hoy que es el Día Internacional de la Mujer quiero compartirles mi historia porque sé que hay muchas como la mía allá afuera y darles un mensaje de aliento para que seamos solidarias y entre nosotras nos apoyemos para transformar nuestras realidades y construyamos una que nosotras queremos. Un abrazo a ti mujer si me lees y te sientes identificada, no debemos callarnos, hay que alzar la voz y luchar proactivamente por el mundo que queremos, no estas sola!

Con cariño a mis hermanas de lucha que buscan transformar sus realidades en las zonas rurales de México, en las ciudades, sin importar la edad, un abrazo!

A las mujeres de mi vida (Susha, Montaña y Xëë)

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